Si admitimos que no es ético alentar a alguien a realizar una huelga de hambre, porque implica la inducción a una muerte, deberíamos admitir también que quien arriesga pacíficamente su vida por una demanda concreta está utilizando un recurso persuasivo, no punitivo. La interpretación del ayuno como “chantaje” o “imposición” sólo es concebible en regímenes no democráticos, que desconocen el protocolo de la negociación con opositores.

Es el caso del gobierno cubano. El 23 de febrero Orlando Zapata Tamayo murió tras una huelga de hambre de 85 días en la cárcel. A la mañana siguiente, otro opositor cubano, Guillermo Fariñas, inició un nuevo ayuno que, en dieciséis días, le provocó dos colapsos y dos hospitalizaciones en la clínica provincial de Santa Clara. Al momento de escribir este artículo, es imposible predecir el desenlace de la huelga de Fariñas, pero sí podemos evaluar el comportamiento del gobierno cubano ante ambas acciones políticas.

Dos artículos aparecidos en Granma, Para quién la muerte es útil, de Enrique Ubieta, y Cuba no acepta presiones ni chantajes, de Alberto Núñez Betancourt, trasmiten con nitidez la racionalidad del poder. Ambos definen a Zapata y a Fariñas como delincuentes —el sociólogo argentino Atilio Borón (Página 12, 1/3/10) hizo su contribución desempolvando la teoría estalinista del “lumpen proletariado” como base social de la “contrarrevolución”— con el propósito de justificar el no reconocimiento de Zapata como preso político y de Fariñas como opositor pacífico.

Sin embargo, ni Ubieta, ni Núñez, ni Borón pueden prescindir de los calificativos de “contrarrevolucionarios” y “mercenarios”, términos con que la retórica oficial designa a los disidentes. De manera que, en buena lógica, si Zapata y Fariñas son “contrarrevolucionarios” y “mercenarios” entonces no son delincuentes o lumpens sino activistas de la ampliación de los derechos civiles y políticos en Cuba. El primero, desde su celda; el segundo, desde su casa. Es decir, sin “daños a terceros”, como establecería cualquier Estado de derecho.

La trayectoria de esos disidentes es conocida y perfectamente documentada a partir del propio expediente oficial, donde consta que ambos fueron procesados de acuerdo con la Ley 88 de 1999, plataforma jurídica de la represión de opositores en Cuba. Pero aún en caso de que esa disidencia no fuese documentada, las huelgas de hambre con que ambos arriesgaron sus vidas sólo pueden ser definidas como acciones políticas pacíficas. En la reacción oficial ante las mismas se condensa el totalitarismo cubano.

Granma asegura que el gobierno no puede alimentar por la fuerza a los huelguistas y que sólo le resta actuar cuando llegan desahuciados al hospital. Ese razonamiento es correcto, en parte, y corresponde al acuerdo tercero de la Declaración de Malta (1991), suscrita por la Asociación Médica Mundial, para el tratamiento de huelgas de hambre en cautiverio o en libertad. Pero los restantes veinte acuerdos de la misma Declaración no se cumplieron en Cuba en la asistencia médica penitenciaria de Zapata ni en la asistencia de salud pública a Fariñas, ya que ambos fueron tratados como enemigos, no como ciudadanos con plenos derechos.

La Declaración de Malta recomienda la generación de “confianza” entre los huelguistas y las instituciones médicas y políticas. Las autoridades de la Isla hacen justo lo contrario: atizan la desconfianza.

El mismo gobierno que niega a los opositores toda autonomía —presentándolos histéricamente como ventrílocuos del “imperio”— decide respetar la voluntad del disidente cuando éste pone en riesgo su vida. En ese momento sí son personas, aunque la mera expresión de un deseo de cambio político los convierta, a los ojos del poder, en vulgares marionetas del “imperio”. De manera que, para ajustarse al formato establecido por la comunidad médica mundial en la relación de gobiernos con huelguistas de hambre, el régimen cubano tendría, primero, que democratizarse. Algo que, como sabemos, no está en los planes

(Fuente: La Razón, México)

por la libertad de los presos políticos cubanos
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